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martes, 5 de julio de 2011

Y un día miramos a los ríos

El País (España)


Por fin algo genera acuerdo en todo el territorio. España construye otra oportunidad para sanear ríos y ciudades: la transformación de las márgenes fluviales en parques públicos. Madrid, Zaragoza, Lleida, Mérida y Córdoba ya han emprendido este camino regenerador.

Los ríos no funcionan solos. Y no entienden de fronteras territoriales. Más allá de transportar agua, son corredores biológicos y espacios naturales para la educación, zonas lúdicas y fuentes de fertilidad agrícola. Es cierto que nacen en las cumbres y mueren en otros ríos o en el mar, pero no corren libremente. Un ejército de instituciones -desde comunidades de regantes hasta empresas o asociaciones de protección para el medio ambiente, capitaneados por las confederaciones hidrográficas los vigila, los regula, los amplía y, a veces, los acerca a los ciudadanos. Esto último es lo que viene sucediendo en los últimos años. En España hemos vuelto al río. "El modelo clásico de encorsetamiento del río sigue vigente. Pero la sociedad demanda los valores de la biodiversidad. Por eso surge una nueva oportunidad para dar más espacio a los ríos", explica Alberto Fernández Lop, biólogo del programa de agua y agricultura de la organización ecologista WWF España.

Y así es. El tramo urbano de muchos ríos ha dejado de mirarse con temor a crecidas e inundaciones y se ha convertido en el inesperado pulmón verde de numerosas ciudades españolas. Este verano, los madrileños disfrutan de ocho kilómetros de parques y jardines junto al antaño raquítico Manzanares. El salón de 35.000 pinos salpicado de juegos, bancos y playas artificiales constituye una obra faraónica, sin precedentes en el mundo. Cerca de 60.000 ciudadanos lo utilizan a diario para pasear, tomar el fresco, jugar a fútbol, ir en bicicleta o mojarse los pies. Pero el nuevo parque no es un reclamo arquitectónico. Ni es un monumento, ni tiene imagen de postal. El trabajo que han firmado los arquitectos de MRío (un colectivo formado por los estudios Burgos & Garrido, Porras & La Casta, y Rubio & Álvarez-Sala), con la colaboración de los paisajistas holandeses West 8, es el proyecto que más ha cambiado Madrid desde que, en 1974, se levantara la circunvalación de la M-30, facilitando la vida de los coches, pero estrangulando la ciudad. Ese cinturón se ha cubierto en parte y hoy un parque de 110 hectáreas (50 directamente sobre su techo) ocupa su lugar. La ciudad que dibujan esas dos decisiones -construir la autovía o cubrirla no puede ser más opuesta.

En plena resaca de la arquitectura espectáculo, el colectivo MRío venció en el concurso a galácticos internacionales como Kazuyo Sejima o Herzog & De Meuron. Lo logró con un proyecto callado. "No es un símbolo. Es un cacho de ciudad", explica el arquitecto Fernando Porras caminando por una de las riberas. Y así es. Decisiones tan lógicas como conectar peatonalmente el centro urbano con la Casa de Campo o sembrar pinos con raíces de crecimiento lateral para arraigarlos en un sustrato de solo un metro de profundidad hicieron posible un jardín que esconde los más de 200.000 vehículos que circulan por la M-30 a diario, ahora parcialmente engullida por los túneles. Sobre ellos crece un nuevo Retiro.

Porras cuenta que todo empezó con una excursión siguiendo el curso del Manzanares. Del Ventisquero de la Condesa, en la sierra de Guadarrama, hasta el Jarama, donde muere, salieron todas las ideas del nuevo jardín urbano. La de un río que une, la de cada una de las especies de los 460.000 arbustos que contribuyen a la humedad y el aroma del nuevo parque. También salió de esa excursión la decisión de trabajar con el granito, como en la reserva granítica de La Pedriza. "La idea de sanear las márgenes de los ríos es artificial. Los ríos tienen su propia regulación y funcionan moviendo sedimentos y ocupando llanuras aluviales", explica Fernández Lop. El arquitecto Ginés Garrido, por su parte, asegura que eso es precisamente lo que buscaron en Madrid: construir una naturaleza artificial con la máxima naturalidad posible. Hoy la conexión de dos barrios históricamente separados ha sepultado los gases y los ruidos de los vehículos. Los vecinos de Usera y Arganzuela, que durante décadas se veían por encima de la carretera, pueden por fin hablar.

En Zaragoza sucedió algo parecido. Durante la construcción de los pabellones para la Exposición Universal de 2008, un obrero rumano bajó al Ebro a lavarse las manos. Un grupo de arquitectos y trabajadores locales lo contemplaban estupefactos. El obrero hizo lo lógico, aprovechar el río, acercarse a la orilla. "Pero nadie lo hacía", cuenta el arquitecto Santiago Carroquino. Se habían olvidado de que un río puede ser algo más que un problema. Atravesamos una pasarela que salva la desembocadura del Huerva, el afluente que atraviesa Zaragoza oculto bajo el asfalto. La idearon Antonio Lorén y Raimundo Bambó cuando rediseñaron esa parte de la ribera urbana del Ebro. Hoy es habitual que ciclistas y paseantes se queden allí parados, contemplando la nueva topografía, una invención artificial para recuperar la naturaleza vegetal de las riberas. Un poco más abajo, los arquitectos Iñaki Alday y Margarita Jover recuperaron el meandro de Ranillas y levantaron el Parque del Agua sobre 125 hectáreas. La idea de recobrar las márgenes se potenció en la Expo de 2008, dedicada al agua, pero es más antigua. "Formaba parte de la primera campaña electoral de Belloch en 1999", comenta Alday, que recuerda que el río más caudaloso de España barrió a los romanos y tiene una historia agresiva. De estiaje a aguas altas hay una diferencia enorme. "Por eso Zaragoza creció seis metros por encima del cauce", cuenta. Hoy el caudal está más regulado y la ciudad ha recuperado las márgenes con nuevos parques. La clave ha sido convertir la zona de crecidas en espacio natural de uso público el resto de los días del año, darle ese doble uso. "La gente está muy orgullosa. La identidad de la ciudad se ha reforzado con el río. Hoy es una referencia cuando antes era una trasera: un lugar para las graveras y los encuentros furtivos. La gente iba a los puentes a ver el espectáculo de las crecidas, pero, por lo demás, le daba la espalda al Ebro", explica el arquitecto. Tras siglos de temor a las inundaciones, la clave de la recuperación de las riberas del Ebro fue perder ese miedo a las crecidas y deshacer la barrera que levantaba entre las dos partes de la ciudad. Iniciar su reconquista era cambiar Zaragoza. Pero ¿qué hizo posible perder el miedo a los ríos? ¿Por qué ahora?

Fue una inundación, la última gran riada del siglo pasado, la que llevó al Ayuntamiento de Lleida a preguntarse qué hacer con el Segre, un río que la noche del 7 de noviembre de 1982 pasó a ser, durante 24 horas, tan caudaloso como el Danubio. Tras vivir dos días desalojados de sus casas, vecinos y ediles trazaron un plan. Ordenaron la margen izquierda con un parque lineal, que rodea el río a su paso por el centro urbano. Con el tiempo, los jardines se han extendido. Al noreste, aprovechando una mediana de tierra entre dos brazos de agua, surgió el parque de la Mitjana, una reserva natural de 90 hectáreas donde los ciudadanos pasean, hacen pic-nic, participan en deportes fluviales o aprenden a conocer mejor la naturaleza. El éxito de las rutas en ese parque ha llevado al Consistorio a construir un Eco-Museo del Agua.

"Las actividades compatibles con las avenidas de los ríos son el uso recreativo y el deporte", cuenta Fernández Lop. Sin embargo, matiza que la rectificación de los cauces aumenta la velocidad del agua, incrementando los riesgos de inundación aguas abajo. El arquitecto Iñaki Alday está de acuerdo en que el río laminado a capas corre más lento, y encajonado, desgasta la cuenca y rompe cuanto encuentra, pero asegura que esta discusión entre biólogos e ingenieros "hace 10 años hubiera sido impensable". Sabe de qué habla. Suyo fue el proyecto pionero de la recuperación de las riberas del Gállego a su paso por Zuera, a 25 kilómetros de Zaragoza. Alday había hecho una plaza de toros como proyecto de final de carrera y se fue a ver al alcalde de ese pueblo. Corría el año 1995, y consiguió que le encargaran un coso a orillas del río. Sin embargo, sobre el terreno, cambió los toros por la recuperación de las riberas. Hoy su parque, capaz de hacer convivir ocio con inundaciones puntuales, se estudia en las escuelas de arquitectura de Holanda y Estados Unidos.

"Las crecidas son predecibles y puntuales. No suponen riesgo para los visitantes de los ríos, pero sí para los que se atreven a construir y obstaculizar las zonas inundables. En la mente de todos está la tragedia del cámping de Biescas", recuerda Fernández Lop. En parte, la rectificación de ese urbanismo ciego y depredador es lo que ha llevado nueva vida a las riberas. Arquitectos y políticos están de acuerdo en que la sociedad lo demandaba. José Luis Infanzón es arquitecto con cargo político. Como subdirector general de proyectos singulares del Ayuntamiento de Madrid, coordinó los ingentes trabajos del Manzanares. Sostiene que "la idea de una ciudad habitable tiene que ver con el reencuentro de los ciudadanos con su espacio público". Y recuerda que los ríos poseen un valor estructural: acercarse a sus márgenes implica llegar a los espacios que conectan esas márgenes. Conexión. Esa es la clave en el proyecto madrileño que permite caminar desde la Casa de Campo, en el norte, hasta el parque del Manzanares, diseñado por Ricardo Bofill, en el sur.

Está claro que ciudades y ciudadanos ganan con los nuevos parques fluviales, pero ¿ganan también los ríos? Desde WWF alertan de que recuperar algunas riberas puede suponer la destrucción completa del ecosistema fluvial, no su resurrección. "Si se cementa o adoquina sobre tierra fértil, se cambia irreversiblemente el río. Entendemos la dificultad de recuperar la naturalidad de los ríos dentro de los cascos urbanos, pero esto no debe servir de modelo para ciudades en las que aún no se ha ocupado el cauce con construcciones ni para futuros crecimientos urbanísticos, que deberían dejar suficiente espacio al río". El biólogo Fernández Lop cree que el ocio puede ser compatible con la conservación, pero si se hace mal, "las personas ganan poco y los ríos pierden mucho".

Tratando de hacerlo bien, Eduardo Alvarado Corrales, presidente de la Confederación Hidrográfica del Guadiana, habla de "dar al río lo que es del río", evitando la invasión de las márgenes por edificaciones. Cuenta el caso de Mérida. Allí se estimó que la forma de evitar presiones urbanísticas junto al Guadiana era convertir las márgenes en jardines. El río se convierte así en un elemento que contribuye a la convivencia y la relación social, enterrando el tiempo en que era rechazado y generaba inseguridad.

Es cierto que en Mérida el Guadiana respira junto a las más de 73 hectáreas revegetadas y recuperadas en sus riberas. Donde hubo escombreras y deforestación hoy hay prados y siete parques. La idea era recuperar la relación ciudad-río, pero también consolidar el saneamiento de las márgenes. Así, la isla de Mérida contiene campos de fútbol públicos, pero son de tierra. No se ha sembrado césped para mantener el aspecto original de la isla. Hay dos playas artificiales construidas con tres espigones de escollera, pero los senderos, nítidos junto al centro urbano, se desdibujan a medida que el parque se aleja de la ciudad. Sin barreras ni obstáculos, parece que por fin las orillas quieren ser como los propios ríos: fluidas, sin fronteras.

Alvarado insiste en que en Mérida la idea era acercar al ciudadano y alejar la presión urbanística. Pero ha sido la eliminación de obstáculos lo que permitiría asumir cualquier tipo de avenida. En el lluvioso invierno de 2010, las crecidas lo pusieron a prueba. Y funcionó.

Con todo, por su magnitud y su celeridad, el proyecto que ha dado el campanazo en la historia de los cauces y las riberas españolas ha sido el de un río pequeño: la colosal reconversión del Manzanares a su paso por Madrid no tiene precedentes. Porras Isla asegura que "parece asiático". Entre las cifras extraordinarias que maneja, llama la atención la del tiempo: cinco años. ¿Por qué tanta prisa? Una obra equivalente en la ciudad de Boston, el Big Dig, lleva más de 20 años en marcha y todavía no ha sido concluida. "Las obras se han hecho deprisa, como demandan los ciudadanos, no con prisas", matiza José María Ortega, director de gestión de proyectos del Ayuntamiento de Madrid. Infanzón asegura que "detrás de estos objetivos hay más un modelo de ciudad que un puntual intento por recuperar las riberas de un río". Y es cierto que ese consistorio ha demostrado que se pueden concluir grandes actuaciones públicas en plazos que parecían imposibles.

La pregunta entonces es a qué precio. ¿Cuánto ha costado? Y ¿quién lo pagará? Si en Mérida han sido las ayudas del Fondo Europeo de Desarrollo Regional (Feder) de la Comisión Europea las que financiaron la transformación del Guadiana, en Madrid ha sido el Consistorio quien ha corrido con los gastos. De los 370 millones de euros que oficialmente ha costado, "los aportes del Estado o de la UE no suman ni el 6%", explica Ortega. El dinero pagó la urbanización de 110 hectáreas, pero también un complejo sistema hidráulico para su riego con agua regenerada, los árboles y las pasarelas peatonales, la recuperación de los puentes históricos, los equipamientos deportivos y la reurbanización de las calles adyacentes. Está claro que el cambio en el Manzanares excede el río, pero también es cierto que un parque no es una fuente de ingresos como el Guggenheim de Bilbao. Con ese museo, el Consistorio bilbaíno recuperó una abrumadora inversión en apenas dos años. ¿Cómo y cuándo saneará sus cuentas el alcalde Gallardón?

Ortega alude a la rentabilidad social de los proyectos públicos, pero también defiende económicamente el proyecto como una inversión "muy rentable": "Madrid Río mejora la competitividad de la ciudad en la oferta turística. Se han abierto negocios de alquiler de bicicletas, se han renovado establecimientos de hostelería cercanos, y están comenzando a implantarse cafés y quioscos en el parque". Asegura que el proyecto no solo ha creado empleo durante su ejecución, sino que lo hará durante años.

Desde hace poco, las confederaciones hidrográficas apuestan por la participación ciudadana. Incluyen otras voces en la toma de decisiones. En el Guadiana, Alvarado y su equipo escucharon a los representantes de Patrimonio, pero también a los del club de piragüismo, las asociaciones de pescadores o las de vecinos: "Se trataba de hacer algo sostenible en todos los sentidos. Necesitaba ser vivido por el conjunto de la población", explica. También José Luis Infanzón cuenta que en Madrid se recibieron más de 3.000 alegaciones. Se abrió una oficina de atención al ciudadano en la propia obra y muchas sugerencias se incorporaron al proyecto. La playa, que ocupa la margen izquierda del río en el parque de la Arganzuela, surgió de un concurso en los colegios de Madrid. Una niña propuso: "Una playa con juegos rodeada de un parque".

Hay niños jugando en esa playa. La atraviesan en bicicleta. Corren entre los surtidores tratando de esquivar el agua. Cuando se mojan, gritan y se ríen. Hay abuelos y padres, deportistas y amas de casa. Parece que todos caben. Con tirolinas y toboganes gigantes, hoy hay un parque de aventuras gratuito en la antigua vergüenza de la ciudad. El jardín está diseñado como si alguien lo hubiera recorrido mil veces caminando y anotando ideas: columpios colgando del viaducto norte en el puente de Toledo y un círculo naranja para destacar, con ironía, la apropiación de ese elemento. Hay parterres de bierzo junto a la ermita de la Virgen del Puerto para rendir homenaje al barroco de su autor, Pedro de Ribera. Detalles minuciosos y visión de conjunto: solo granito -molido, roto o en grandes bloques- para ordenar el territorio. "Hicimos más de 90 proyectos y dibujamos metro a metro cada uno", explica Ginés Garrido. Y es cierto que miles de dibujos definen al centímetro las 110 hectáreas del proyecto. Los planos son casi borgianos, tan detallados que, de desplegarse, podrían terminar ocupando la misma cantidad de territorio que describen. Durante la obra, jubilados expectantes golpeaban las verjas con sus bastones para hacer preguntas. Luego, tras cinco años de ruidos insufribles, comenzó el espectáculo de ver crecer el puente-tirabuzón de Dominique Perrault, el único icono de la intervención.

"Huir de la arquitectura espectáculo refleja la voluntad de construir un modelo de ciudad más que un escaparate. Madrid Río quiso retejer una trama urbana que había sido rasgada por la presencia de una obsoleta infraestructura de los años setenta", explica Infanzón. La historia del urbanismo de los últimos años demuestra que una vez que una ciudad emprende el camino de recuperar espacio público para el peatón y para medios de transporte como la bicicleta, ese camino no tiene vuelta atrás. Se convierte en demanda social. Infanzón habla de "hacer del silencio un elemento expresivo del diseño". Su idea para mejorar Madrid pasa por limpiar, unir, reparar. El Manzanares marca el modelo. Pero la idea de recuperar y conectar se extiende por toda España.

En Sant Boi de Llobregat (Barcelona), Enric Batlle y Joan Roig han cosido junto al cauce del río una red de caminos preexistentes, senderos que, como el río, desembocan en el Mediterráneo. Córdoba, por su parte, confió su apuesta para la capitalidad cultural europea de 2016 a actuaciones en torno al Guadalquivir. Y el plan para transformar el río en un bulevar cultural ganó el premio europeo Pays Med. También en Pamplona, en el meandro de Aranzadi, la intervención de Alday y Jover salvará la huerta donde se inició el cultivo ecológico en España y dará un paso más. Ya no solo despejará las orillas para disfrutarlas como parques y prever las crecidas. Habrá más usos compatibles con la buena vida del río. ¿Puede un río cambiar la vida en una ciudad? El arquitecto Fernando Porras asegura que "de manera irreversible, se está fraguando una radical metamorfosis, sin precedentes para la ciudad de Madrid". Él habla de contagio y de "efecto resonancia". Son los nuevos valores de estas actuaciones radicales, pero discretas, que emplean la vegetación como principal material de construcción los que pueden dibujar ciudades más habitables para el siglo XXI.

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