Antes de empezar, deseo dejar meridianamente claro que este artículo no ha de ser tomado en absoluto como una postura en contra de quienes denuncian las agresiones al medio ambiente, desde Al Gore hasta el último ciudadano anónimo preocupado por este tema. Al contrario, coincido plenamente con su preocupación ante el temor de que nos estemos cargando el planeta merced a una conducta de irresponsable despilfarro de unas materias primas que, y esto es lo más triste, en buena parte ni siquiera se traduce en una mejora de nuestra calidad de vida, sino como mucho en lujos innecesarios y vanos... claro está que son muchos los que están haciendo negocio con ello, por lo que la verdadera raíz del problema es en realidad, como siempre, de índole económica; y ya lo dijo Quevedo, Poderoso caballero es Don Dinero.
Sin embargo, observo con desagrado, y éste es el verdadero móvil del presente artículo, que muchas veces se está errando en la diana o, lo que es todavía peor, se está disparando a ciegas, con lo cual además de crear confusión puede incluso que se estén favoreciendo sin quererlo los intereses que resultaría conveniente combatir. Por esta razón, y porque la cabra —en este caso el químico que suscribe— siempre tira al monte, he pensado que quizá podría resultar útil puntualizar una serie de detalles que, desde mi punto de vista, no suelen quedar demasiado claros, siempre bajo la premisa, vuelvo a insistir en ello, de mi compromiso moral con las posturas conservacionistas y respetuosas con el medio ambiente.
Así, para empezar quisiera resaltar algo tan evidente como que el hombre ha modificado su entorno desde prácticamente el mismo momento de su origen como especie, y aún hoy en día se pueden encontrar rastros de esta conducta en los antiguos solares de civilizaciones tan antiguas como la mesopotámica, desertizados al menos en parte por culpa de la actividad humana. Claro está que cuando el problema comenzó a adquirir proporciones preocupantes fue a partir de la Revolución Industrial de mediados del siglo XIX, acrecentándose todavía más con el auge económico de cada vez más amplias regiones del planeta, Norteamérica y Europa primero y China e India en la actualidad. Y desde luego las consecuencias pueden llegar a ser funestas, desde extinción de especies animales y vegetales (como por ejemplo los recientes casos del dodo y el lobo marsupial, o el algo más lejano del moa) hasta auténticas catástrofes ecológicas de todo tipo tales como la deforestación masiva de las selvas tropicales o la cada vez más preocupante contaminación marina.
No obstante estos problemas, aunque tangibles y extremadamente graves y preocupantes, suelen tener en común su carácter local, entendiendo como tal que, aunque en ocasiones puedan llegar a extenderse por áreas tan amplias como la cuenca amazónica, en ningún caso llega a abarcar la totalidad del planeta. Por el contrario, últimamente nos están bombardeando con noticias tales como el cambio climático. ¿Qué hay de cierto en ello?
Pues honradamente, la única respuesta correcta no puede ser otra que la de que no lo sabemos. O dicho con otras palabras, a escala global resulta prácticamente imposible deslindar el efecto de las perturbaciones producidas por la actividad humana de los ciclos naturales propios de nuestro planeta. Si me lo permiten voy a extenderme un poco en ello, ya que constituye la espina dorsal de mi planteamiento.
Para empezar, decir que el clima cambia de forma natural resulta ser una auténtica perogrullada, puesto que basta con leer cualquier libro de geología o paleontología para comprobarlo. A lo largo de su historia la Tierra ha pasado por muchos períodos climáticos enormemente variados, e incluso en épocas geológicas tan recientes como el último millón de años tuvieron lugar al menos cuatro o cinco períodos glaciares de una duración media de unos 50.000 años, el más reciente de los cuales —el de Würm— concluyó hace tan sólo unos ocho o diez mil años, como quien dice ayer mismo, admitiéndose comúnmente que en la actualidad nos encontramos en pleno período interglacial, con unas temperaturas medias relativamente elevadas.
¿Cuáles son las causas de estas fluctuaciones naturales del clima? Aunque no se sabe a ciencia cierta, se piensa que pueden deberse a la suma tanto de fenómenos astronómicos, tales como fluctuaciones en la luminosidad del Sol y en irregularidades de la órbita terrestre, como a procesos internos de nuestro planeta del tipo de erupciones volcánicas, sin menospreciar tampoco las posibles consecuencias de caídas de cuerpos celestes de regular tamaño, asteroides o cometas, sospechosos de ser los causantes de al menos varias de las seis extinciones masivas detectadas por los científicos, entre las cuales la de los dinosaurios a finales del Pérmico, pese a ser la más conocida, no fue ni de lejos la más catastrófica. Estas extinciones podrían haberse producido no tanto por las consecuencias directas del impacto, sino más bien por las graves alteraciones climáticas acarreadas por éste, ya que al cubrirse la atmósfera con una capa de polvo opaca a la radiación solar se habría producido un brusco descenso de las temperaturas. Existen también otras posibles influencias, no menos importantes pero ya más limitadas en su radio de acción, tales como las corrientes marinas o los vientos periódicos como los monzones, y por último está el tema del efecto invernadero, que abordaré detenidamente más adelante.
Sin embargo, podría pensarse que desde el final de la última glaciación, en los albores de la historia de la humanidad, el clima se ha mantenido relativamente estable... lo cual es cierto comparándolo con estas bruscas fluctuaciones que tienen lugar en ciclos temporales de mayor magnitud, pero en modo alguno si lo consideramos de forma literal. El problema estriba en que los registros meteorológicos más antiguos de los que disponemos se remontan tan sólo a unos ciento cincuenta años atrás, un período completamente insuficiente para poder extrapolar con garantías, dado que las fluctuaciones normales de la meteorología pueden llegar a camuflarlos por completo. Por supuesto existen formas indirectas de evaluar, aunque sin tanta precisión, los valores de hace siglos o milenios, desde estudios de las capas profundas de los hielos polares o de los anillos de crecimiento anual de los árboles, hasta las propias crónicas que relatan episodios de inundaciones o sequías.
Así, se sabe que la Edad Media fue una época relativamente cálida —por supuesto estamos considerando fluctuaciones mucho menores que las existentes entre los períodos glaciales e interglaciales—, y de hecho cuando los vikingos descubrieron Groenlandia hará cosa de unos mil años, la bautizaron con el llamativo nombre de Tierra Verde, en lugar del mucho más adecuado —al menos ahora— de Tierra Blanca. Asimismo, a principios del siglo VIII, coincidiendo aproximadamente con la invasión musulmana, la Península Ibérica padeció una larga y pavorosa sequía, con la subsiguiente hambruna, que provocó, junto con los conflictos bélicos, una importante despoblación de vastas áreas de la misma, principalmente el antaño próspero valle del Duero.
Por el contrario, se ha denominado Pequeña Edad del Hielo al período de tiempo que discurre entre mediados del siglo XIV y mediados del XIX, con un máximo situado aproximadamente entre los siglos XVII y XVIII. Puesto que para entonces ya se conocía el telescopio, se sabe que coincidió con un ciclo extremadamente bajo de actividad solar, con un número inusitadamente bajo de manchas solares.
En resumen, cabe afirmar que a comienzos del siglo XXI nos encontramos no sólo en pleno período interglacial, sino asimismo dentro de un ciclo que podríamos denominar alcista por analogía con la bolsa; todo ello, huelga decirlo, debido a procesos exclusivamente naturales, debiéndose considerar a continuación si la actividad humana, por lo general nefasta a nivel local, es capaz de provocar alteraciones globales, y quizá irreversibles, del clima tal como postulan los defensores de la teoría del cambio climático.
Para ello voy a dejar de lado problemas tan graves como la contaminación, no porque no sean preocupantes en sí mismos, que lo son mucho, sino porque no afectan de forma significativa al clima, que es lo que estamos considerando. Y por supuesto, el malo de la película es por méritos propios el CO2, anhídrido carbónico o dióxido de carbono, que de todas estas maneras se le conoce.
Pero, ¿qué es el CO2? Pues una molécula química muy sencilla formada por un átomo de carbono y dos de oxígeno, muy importante en todos los procesos biológicos puesto que forma parte fundamental de los mismos al ser el alimento de las plantas verdes, que con CO2 y agua sintetizan, merced a la función clorofílica, ingentes cantidades de materia viva que posteriormente sirve de sustento a los animales, los cuales a su vez excretan CO2 con la respiración, a modo de residuo de sus propios procesos metabólicos. En consecuencia existe un ciclo del CO2 el cual, si fallara alguno de sus eslabones, podría llegar a romperse.
Se sabe que en la atmósfera de la Tierra primitiva no había prácticamente nada de oxígeno libre —actualmente es alrededor de la cuarta parte del aire que respiramos—, ya que estaba constituida principalmente por una mezcla de nitrógeno y dióxido de carbono similar a la existente en otros planetas del Sistema Solar. El oxígeno actual fue producido por la actividad metabólica de las plantas verdes primitivas, lo que permitió la aparición de animales capaces de respirarlo. Se sabe también que a lo largo de las diferentes eras geológicas el nivel de oxígeno en la atmósfera, y por lo tanto también de CO2, al estar ambos interrelacionados por culpa de los seres vivos, experimentó variaciones significativas, lo cual se tradujo en alteraciones climáticas.
Porque, como quizá ya sabrán ustedes, el porcentaje de CO2 y de otros gases atmosféricos puede llegar a influir de una manera notable en el clima merced al efecto invernadero. En esencia, podemos describir este efecto como el fenómeno que hace que los gases de la atmósfera, al igual que ocurre con los cristales de un invernadero —de ahí su nombre—, dejan entrar a la radiación solar en mayor medida de la que le permiten escapar, lo que acaba provocando una elevación de la temperatura. El efecto invernadero no es en absoluto despreciable; es la causa, por ejemplo, de que la superficie del planeta Venus, que cuenta con una densa atmósfera —su presión atmosférica es 90 veces superior a la terrestre— compuesta casi en su totalidad de CO2, tenga una temperatura media ¡de unos 450 grados centígrados! muy superior a la que le correspondería, por su distancia al Sol, de contar con una atmósfera similar a la terrestre.
Evidentemente el efecto invernadero de la atmósfera terrestre es una broma comparado con el de su análoga venusiana, pero sin embargo es lo suficientemente importante como para influir en el clima. Y aquí llegamos al meollo del asunto. Además de la respiración de los seres vivos, otra fuente posible de CO2 atmosférico es la combustión de compuestos orgánicos, todos los cuales contienen carbono como componente principal de sus moléculas. En realidad si un bosque arde, aparte de los daños ambientales y ecológicos, su efecto sobre el balance total del anhídrido carbónico es mínimo, puesto que ese carbono que vuelve a la atmósfera es el mismo que unos años antes le quitaran los árboles quemados al crecer. El problema estriba en que llevamos muchas décadas quemando de forma indiscriminada cantidades ingentes de combustibles fósiles, carbón y derivados del petróleo fundamentalmente, que, aunque en su origen también formaron parte de organismos vivos, éstos murieron hace tantos millones de años que, a efectos prácticos, puede considerarse que el carbono que contenían no formaba parte del ciclo del CO2, a diferencia de la madera quemada de un árbol. Dicho con otras palabras, estamos alterando artificialmente, y de forma significativa, el ciclo natural del CO2 al introducir en la atmósfera grandes cantidades de este gas que hasta ahora habían estado secuestradas en las entrañas de la Tierra.
Por esta razón se sabe con certeza que, desde que comenzara el uso masivo como combustible del carbón primero, y del gas natural y los derivados del petróleo después, hará cosa de unos ciento cincuenta años a esta parte, la cantidad de CO2 presente en la atmósfera se ha incrementado de forma evidente. Éste es un hecho incontrovertible, aunque conviene no olvidar que, a diferencia de Venus, donde la cantidad de CO2 en la atmósfera alcanza el 96 %, o de Marte, con una proporción similar aunque en esta ocasión la atmósfera marciana es muy tenue, con una presión atmosférica no llega ni a la centésima parte del valor de la terrestre, la cantidad de dióxido de carbono presente en el aire oscila entre las tres y las cuatro centésimas de un uno por ciento, lo que quiere decir que tan sólo una de aproximadamente cada tres mil moléculas de aire es de CO2. Dicho con otras palabras, por mucho que se incremente la cantidad de dióxido de carbono en la atmósfera seguirá habiendo porcentualmente muy poco.
Esto no quiere decir que el citado incremento sea despreciable; no lo es en absoluto, ya que bastaría con un aumento significativo del mismo, aunque la cantidad total siguiera siendo pequeña, para que la temperatura media se incrementara en algunos grados, no muchos pero sí los suficientes como para alterar el delicado equilibrio en el que nos movemos. Sin embargo, conviene no olvidar que el CO2 no es en modo alguno el único malo de la película, ya que otros gases presentes en la atmósfera, algunos como el vapor de agua incluso en cantidades mucho mayores, también producen efecto invernadero. Lo que ocurre es que sobre este último no tenemos el menor control, mientras que con el CO2 sí podríamos tenerlo disminuyendo significativamente la combustión indiscriminada de combustibles fósiles, de ahí el hincapié en controlar las emisiones de CO2 por parte de convenios internacionales tales como el Protocolo de Kyoto.
No obstante, y aun sin minimizar la importancia de estas iniciativas, lo cierto es que todavía distamos mucho de poder cuantificar con exactitud este fenómeno. Aun despreciando algunos ciclos secundarios, tales como el que fija el CO2 a las rocas en forma de piedra caliza, todavía tenemos factores difíciles de evaluar como la capacidad de absorción del CO2 por parte del océano. Se sabe que las aguas marinas almacenan ingentes cantidades de anhídrido carbónico, pero lo que se desconoce es tanto su capacidad máxima de absorción, como la forma en la que podría desprenderlo en función de las condiciones climáticas, dado que su solubilidad en el agua depende mucho de la temperatura y la presión. Y, dado que en contra de lo que se cree, el verdadero pulmón del planeta no son las selvas tropicales, sino las algas marinas, tampoco sabemos bien la forma en la que un exceso de CO2 disuelto en el agua podría provocar un incremento en la cantidad de las algas alentado por la existencia de una mayor cantidad de comida, con lo cual el ciclo del CO2 regido por la función clorofílica podría actuar asimismo a modo de mecanismo autorregulador.
En cualquier caso, no debería hacer falta que nos amenazaran con la venida del lobo para que obráramos de una manera más racional a como lo hacemos, dado que el actual despilfarro es no sólo moralmente reprobable, sino también económicamente insostenible a largo plazo. Utilizar el petróleo como combustible, o mejor dicho derrocharlo, es una auténtica aberración, puesto que impide darle un uso mucho más interesante como materia prima para infinidad de productos químicos y tecnológicos de la más variada índole; usando un símil, sería como si empleáramos los tomos de una enciclopedia para calentarnos quemándolos en una chimenea. Si a eso sumamos no sólo la emisión de CO2, sino también la de numerosos gases contaminantes, que aunque no provoquen efecto invernadero pueden llegar a ser verdaderamente dañinos para la salud, se comprenderá que hay motivos más que sobrados para desear un cambio en nuestra irracional conducta, por mucho que no fuéramos capaces de cargarnos el clima por más que lo intentáramos.
Asimismo los árboles no nos están dejando ver el bosque, ya que la obsesión por el CO2, sea ésta justificada o injustificada, no lleva parejo un interés similar por evitar que nuestras grandes ciudades estén cada vez contaminadas no por este gas, que no es tóxico, sino por las emisiones industriales y de los tubos de escape de los coches, de las cuales nadie parece preocuparse en serio pese a sus evidentes efectos perniciosos para la salud. Al contrario, se dan paradojas tan aparentemente evidentes —recalco lo de aparente, puesto que supongo que alguien estará haciendo un buen negocio con ello— de fomentar de forma descarada la compra de vehículos con motores diesel, mucho más contaminantes que los de gasolina, después de haberse suprimido la gasolina sin plomo —otro buen desastre— y de hacer obligatoria la incorporación de catalizadores de monóxido de carbono —no confundirlo con el CO2, éste sí es tóxico— a los motores de gasolina... ¿para qué?
Por desgracia sólo nos acordamos de santa Bárbara cuando truena, o cuando nos dicen que truena, razón por la que considero apropiadas todas estas amenazas apocalípticas de cambio climático por más que muchas de ellas me parezcan simples mentiras piadosas. Eso sí, siempre y cuando no sean utilizadas para desviar la atención de problemas no menos acuciantes, pero quizá menos interesantes para los consabidos poderes fácticos. En cualquier caso, lo importante sería que se consiguiera cambiar la aberrante mentalidad de nuestra sociedad actual, algo en lo que la mayoría de la gente, mucho me temo, no está muy por la labor.
Y así nos va.
Por: José Carlos Canalda Cámara
Fuente: www.ciencia-ficcion.com