El País (España) / Por Emilio Trigueros
Todavía no se ha dado el gran salto en la eficiencia energética global que permita limitar el calentamiento de la atmósfera en dos grados en el siglo XXI
El 31 de marzo se celebró la hora del planeta, una buena ocasión para revisar el estado de la lucha contra el cambio climático, un asunto alrededor del cual las opiniones tienden a polarizarse en los extremos. Para unos, la evolución del clima a varias décadas vista no puede predecirse con certeza; es imposible que las grandes potencias pacten un asunto económicamente tan complejo; además, la humanidad ya se adaptará al cambio cuando se agrave. Para otros, el planeta está abocado a catástrofes encadenadas, nuestro modo de vida supone una irresponsabilidad moral y las futuras generaciones se preguntarán "¿cómo podían seguir tan tranquilos con sus vidas?". Quizás esos arquetipos generen una confusión excesiva e innecesaria: porque la cuestión climática es, ante todo, un asunto de ciencia y razón.
Merece la pena distinguir entre lo que ha sucedido y la ciencia explica sin incertidumbre, y lo que puede llegar a ocurrir y la ciencia pronostica, en un rango de probabilidades estimadas mediante modelos matemáticos sobre el pasado. Los hechos incuestionables son simples: las emisiones de CO2 provenientes de combustibles fósiles consumidos en actividades humanas se han triplicado desde 1965 hasta sobrepasar los 33.000 millones de toneladas anuales en 2010; en el mismo periodo, la concentración de CO2 en la atmósfera, medida con instrumentación directa desde 1960, ha aumentado desde 315 a 390 partes por millón (ppm); medidas de la concentración de CO2 en perforaciones polares han demostrado que ese nivel de 390 ppm está fuera del rango que ha existido en la atmósfera de la Tierra al menos en los últimos 650.000 años; el fundamento de que la estructura molecular del CO2 produzca un efecto invernadero está perfectamente determinado por la física teórica; la temperatura media del planeta subió cerca de 1°C en el siglo XX, más acusadamente en su segunda mitad; la superficie cubierta por la nieve en invierno está disminuyendo; el océano Ártico está perdiendo masa de hielo, igual que los glaciares de montaña; ha aumentado la frecuencia de sequías y huracanes. A pesar de todo, siempre puede dudarse: ¿Y si esas alteraciones climáticas simultáneas suceden por casualidad, y no debido a la mayor concentración de CO2? Quizás bastaría con responder: "¿Y por qué si no, qué otro fundamento primario del clima se ha alterado en el último siglo?" Pero hay más: el IPCC, un panel de científicos fundado por Naciones Unidas y la Organización Meteorológica Mundial, lleva 25 años compartiendo mediciones y modelos para determinar si, como parece intuitivo, existe esa causalidad así como para valorar qué futuro nos espera si las emisiones continúan aumentando ilimitadamente.
Las proyecciones del IPCC tienen en cuenta tanto factores amortiguadores del calentamiento que produce el CO2 (entre ellos, curiosamente, el efecto pantalla a corto plazo de la contaminación) como factores multiplicadores (la desaparición de masas de hielo aumenta la radiación solar absorbida por la superficie terrestre, por ejemplo); los modelos se ajustan periódicamente a series de datos actualizados. Las conclusiones del IPCC se establecen mediante consenso horizontal, un procedimiento que, de causar algún sesgo, parece creíble que sea hacia una búsqueda demasiado prudente del mínimo común denominador, más que hacia posiciones radicales. La conclusión más importante del IPCC es que, si las emisiones siguen acumulándose al ritmo de la última década, sabemos con certeza que existe un serio riesgo de llegar a un calentamiento medio de 6°C durante el siglo XXI.
"Ya no existe conflicto entre economía y ecología", ha resumido recientemente el ministro alemán de Medio Ambiente
¿Cómo es posible que, si se trata de un problema tan evidente no estemos haciendo nada, y permanezca lejano un acuerdo global? De entrada, es falso que no estemos haciendo nada; países relevantes han dado pasos relevantes. Alemania presentó, en noviembre de 2011, una estrategia nacional para minimizar el consumo de hidrocarburos en generación eléctrica. El plan comprende reducir sustancialmente la producción con carbón, triplicar la generación eólica, construir miles de kilómetros de nuevas líneas eléctricas o financiar investigaciones piloto sobre almacenamiento de electricidad. China, en el nuevo plan quinquenal de marzo de 2011, ha establecido el objetivo de reducir drásticamente el consumo energético que requiere su crecimiento económico: las medidas incluyen desde el cierre de fábricas ineficientes hasta las subvenciones para la compra de los automóviles de menor consumo. Incluso Estados Unidos, tras décadas de inacción, ha fijado estándares de emisiones de CO2 en vehículos fabricados desde 2011, y muchos gobiernos estatales han impuesto a sus empresas eléctricas metas obligatorias de inversión en energías renovables.
Detrás de esas políticas, hay una confluencia entre sentido medioambiental y sentido económico: el precio del petróleo y el carbón se ha quintuplicado en diez años, y la dependencia de sus inestables mercados globales supone un riesgo permanente de shocks e inflación para los países importadores. Según proyecciones de la Unión Europea, el peso de la factura energética se elevará desde el actual 10% del PIB mundial hasta el 15% en las próximas décadas, prácticamente con independencia de que se invierta más en tecnologías convencionales o alternativas, puesto que todas las vías serán más caras que en el pasado. "Ya no existe conflicto entre economía y ecología", ha resumido recientemente el ministro alemán de Medio Ambiente.
¿Hasta dónde podemos llegar, con las iniciativas en marcha? Según las previsiones de la Agencia Internacional de la Energía (IEA), si los planes políticos recientes se cumplieran, las emisiones globales de CO2 prácticamente se estancarían a partir de 2020: el calentamiento global en el siglo XXI alcanzaría entonces unos 4°C, frente a los 6°C que supondría la pura continuación de las opciones del pasado.
El amplio debate sobre el cambio climático choca con cierto desinterés ciudadano, al menos en países como España
Recorrer el camino que falta para limitar el calentamiento medio de la Tierra a unos 2°C, objetivo de Copenhague, requerirá, según el análisis de escenarios de la IEA, un gran salto global en la eficiencia energética, que podría alcanzarse con la implementación universal y estricta de políticas conocidas: progresiva limitación de emisiones en motores de transporte; extensión de una tasa fiscal a la emisión de dióxido de carbono que aumente la rentabilidad industrial de invertir en equipos que ahorren energía; estándares rigurosos en nueva edificación e incentivos a las reformas en viviendas existentes (o la obligatoriedad por ley: se empieza a hablar de una "ITV" para casas antiguas). El amplio debate sobre estos asuntos que se observa en círculos políticos (objetivos 2020 de la Comisión Europea) y empresariales (BP o Exxon abogan por un impuesto mundial al CO2) choca con cierto desinterés ciudadano, al menos en países como España. ¿Por qué esta falta de atención, cuando una familia media gasta fácilmente unos tres mil euros al año en energía (luz, calor y movilidad)? Quizás encender un interruptor o arrancar el coche resultan actos tan cotidianos que es difícil concebir que han provocado una alteración planetaria; tampoco ha ayudado la tendencia de los gobiernos a usar la energía como arma política y paradigma de supuestamente exitosas políticas liberalizadoras (aquello de "con nosotros baja la luz"). Evolucionar desde la aspiración imposible a una energía cada vez más barata hasta la era de la energía inteligente y sostenible implicará algo más que palabras bienintencionadas sobre una buena causa. Las empresas eléctricas, percibidas a veces como parte del problema, pueden serlo también de la solución: las eléctricas británicas, por ejemplo, financian al cliente mejorar los aislamientos de su vivienda a cambio de una parte del ahorro conseguido en gasto de calefacción. En cuanto a los ciudadanos, podemos enrocarnos en el escepticismo de que nuestras decisiones personales tienen un impacto infinitesimal en el clima: pero en los asuntos a que prestamos atención y en nuestras modestas decisiones al elegir un coche o una caldera también se juega el tipo de sociedad que creamos, y en la que creemos. Ahora que aspirar a vivir individualmente mejor que la generación anterior se ha transformado en una utopía, quizás resulte que dejar un mundo mejor a la siguiente sea lo que sí tiene sentido. Esforzarnos por conservar estable la atmósfera del planeta donde tuvimos la suerte de crecer como especie, hasta poder concebirnos como humanidad, es una de las formas de hacerlo.
Emilio Trigueros es químico industrial y especialista en mercados energéticos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario